Webs recomendadas por el autor

domingo, 30 de mayo de 2010

La escultura sin duda es lo mejor de lo mejor

Dense cuenta de que sin escultura el mundo estaria mas que perdido

jueves, 27 de mayo de 2010

La escultura se esta perdiendo

La escultura actualemnte esta siendo olvidada , el mundo del arte esta girando para el lado de la pintura

miércoles, 26 de mayo de 2010

La escultura de la Antigua Grecia alcanzó el ideal de la belleza artística hasta donde pudo llegar por sí solo el ingenio humano. Aunque Grecia floreció en todas las Bellas Artes, ninguna le distingue tanto como la escultura.

Cultivó el arte de la Antigua Grecia todos los géneros de escultura, adoptando con predilección el mármol y el bronce como material escultórico y tomando como asuntos principales los mitológicos y los guerreros a los cuales añadió en su última época el retrato de personajes históricos.

Forman su característica en los mejores tiempos del Arte (los de Fidias) la expresión de la realidad idealizada, la regular proporción orgánica, el alejamiento de lo vago y monstruoso, la precisión en los contornos y detalles, la armonía y belleza en las formas y la finura en la ejecución.

Contenido [ocultar]
1 División de la escultura
2 Período de formación
3 Periodo arcaico
4 Período clásico
5 Período Helenístico
6 Glíptica
7 Coroplastia
8 Referencias
9 Enlaces externos

División de la escultura [editar]
Afrodita, Pan y Eros.Suele dividirse la escultura griega en cuatro periodos históricos bien delimitados a los cuales precede el protohistórico[1] o minoico[2] y micénico.[3] En éste, se desarrolló por espacio de unos veinte siglos (desde el año 3000 al 1100 a. C. aproximadamente) un arte rudimentario pero lleno de vida y movimiento que modeló el barro y trabajó la piedra, el marfil, el hueso e incluso el oro, el plomo y el bronce, produciendo relieves, grabados, entalles mitológicos en piedras finas y pequeñas estatuas e idolillos. Aunque labrados con cierta tosquedad, se presentan a veces con admirable corrección en el dibujo que parece recordar el arte de los cazadores del reno los cuales pudieron tener con la civilización egea algún lazo histórico.

Los cuatro períodos arqueologicos que tras un prolongado silencio artístico siguieron al micénico se distinguen del siguiente modo:

1.El período de formación, desde aproximadamente el 620 a. C. al 540 a. C.
2.El período arcaico, desde el 540 a. C. al 460 a. C.
3.El período de perfección o clásico, hasta finales del siglo IV a. C.
4.El período de difusión, que algunos llaman de decadencia, después de Alejandro Magno hasta la conquista de Grecia por roma, de 323 a. C. a 146 a. C.
Período de formación [editar]En el primer período después de los rudimentarios ídolos de madera llamados xoanon, planos por delante y por detrás y redondeados en los bordes, descubiertos en Delos (atribuidos al mítico Dédalo) y después de las primeras estatuas de mármol de tosco labrado y a modo de columnas, va recorriendo el arte un camino de progreso que empieza en las escuelas jónico-asiáticas de Samos y Quíos (islas de Asia Menor) y sigue en la dórica Sición (Peloponeso) a principios del siglo VI. Las jónicas se distinguen por cierta elegancia y simetría en el plegado de los paños como es de ver en las diferentes Ártemis (o Dianas primitivas) que son obras principales de dichas escuelas. La dórica, por la robustez y el aspecto varonil de sus figuras y unas y otras por los reflejos de la tradición asiática en que debieron inspirarse, imitando modelos de procedencia oriental, traídos por el comercio. No obstante, en la escuela dórica se hace menos visible el influjo asiático y se revela ya por el espíritu de independencia sobre todo, en la talla de sus Apolos desnudos y de aspecto varonil. En los relieves de este periodo se advierte por lo general la misma técnica de los asirios arriba mencionada.

Periodo arcaico [editar]
Kurós del Asclepeion de Paros.El segundo período se caracteriza por la independencia que el arte griego, ya formado, va realizando respecto de imitaciones orientales y por el tipo atlético dado a sus estatuas que en su gran parte representan a los vencedores en los juegos olímpicos aunque se llamen Apolos.

Esta última y quizás también la de Egina más bien deben llamarse escuelas áticas de influencia dórica pues seguían la tradición jónica en el plegado de los paños con bastante finura y exceso de simetría. Las escuelas propiamente dóricas se reducen a las tres primeras ciudades de la lista como situadas en el Peloponeso, las cuales forman la llamada escuela argivo-siciones, que labró las estatuas atléticas de bronce. En Asia Menor y las islas del mar Egeo continúan vivas en este periodo las imitaciones orientales y en todos los centros nombrados aun se observa alguna rigidez, uniformidad y falta de expresión en las figuras con cierta sonrisa amanerada e inexpresiva lo cual es distintivo del periodo arcaico.

En la escultura griega arcaica se mantienen aún los rasgos hieráticos y rígidos con composiciones geométricas y cerradas respetando la ley de frontalidad. Se creó un convencionalismo formal de la figura tendente a su geometrización con los brazos rectos y pegados al cuerpo (a excepción de las mujeres con brazos en posición de ofrendas), la anatomía muscular marcada de forma esquemática y un pelo largo y recto con corte rectangular que enmarca unos ojos almendrados y una orejas en forma de voluta que recordarían al orden jónico arquitectónico. Las vestimentas de las mujeres eran policromadas y con motivos geométricos.

Su evolución haría que las formas se estilizaran y se pulieran las más toscas y rectas en la época clásica.

Ejemplo de este tipo de escultura del período preclásico griego es el kurós, procedente del Asclepeion de Paros, mármol pario, h. 540 aC, Museo del Louvre, con la típica sonrisa eginética o arcaica. Otra muestra de este periodo es la conocida como Dama de Auxerre, una koré.

Período clásico [editar]
Venus de Milo.El tercer período señala el apogeo de la escultura, siendo Fidias el héroe que a mediados del siglo V a.C. la llevó a su esplendor. Pero antes forman una especie de transición los escultores Cálamis y Mirón los cuales vencen la rigidez del anterior periodo dando a las figuras delicadeza y gracia el primero y expresión de movimiento el segundo. Fidias, condiscípulo de Mirón en la escuela de Agéladas (de Argos), se celebra como escultor de los dioses pues nadie como él en el mundo antiguo supo dar a sus creaciones artísticas actitud noble y serena y sello de lo divino sin que le hiciera falta para ello el simbolismo. Obras suyas fueron entre otras:


Lucha entre lapitas y centauros. Friso del templo de Zeus en Olimpia.las estatuas crisoelefantinas (de oro y marfil) y la estatua de Zeus (Júpiter) para el templo de Olimpia.
las estatuas de Atenea o Minerva para el Partenón de Atenas. Esta estatua se dice que medía unos doce metros sobre su pedestal.
las esculturas que adornaban los tímpanos y frisos de este segundo templo.
Contemporáneo y condiscípulo de Fidias fue Policleto que en su tiempo alcanzó tanta fama como él, notable por la corrección en el dibujo, finura en los detalles y expresión noble de la fuerza y forma humanas, en contraposición al tipo sobrehumano de Fidias. Ambos artistas se consideran como genios superiores de la escultura. Policleto fijó el canon escultórico, modificado después por Eufránor y Lisipo y representa con Mirón el progreso de la escuela argivo-sicione o dórica de Canaco y Agéladas, siendo obras suyas varios atletas y la famosa Amazona presente en los Museos Vaticanos.


Victoria de Samotracia.Los imitadores de Fidias constituyen la escuela llamada de tradición ática o jónica en la cual brillan Agorácrito, Alcámenes y Peonio. Se cuentan entre las mejores obras de la escuela las siguientes:

las cariátides del Erecteión
los relieves del templo de la Victoria Áptera
las estatuas del frontón del templo de Olimpia.
A la misma tradición se hace corresponder el puteal o brocal de pozo con bajorrelieves que guarda el Museo Arqueológico Nacional de España, que fue hallado en Madrid y es conocido como el Puteal de la Moncloa. Continuadores de la escuela dórica de Policleto fueron Pericletes, Arístides y Atenodoro.

Entrado ya el siglo IV a. C., la escultura toma un carácter realista que degenera en sensualismo con Escopas y Praxíteles (pertenecientes más bien a la escuela ática) al buscar el sentimiento, la gracia y la delicadeza en vez de la grandiosidad y elevación que distinguía a los anteriores. De esta época y, sobre todo, de Praxíteles son varios Faunos, Venus, Bacos y Apolos sin las formas atléticas de tradición dórica. A Scopas se atribuye entre sus mejores obras

el grupo de Níobe con su hija
la Venus de Gnido
la Victoria de Samotracia, en el Museo del Louvre
incluso, la Venus de Milo (muy discutida y puede ser una Anfítrite de la escuela de Fidias), también en el Museo del Louvre.
En cambio, los escultores de la escuela argivosicionita como Eufranor y Lisipo, continúan fieles al espíritu clásico sin dejar de ser muy realistas. A Lisipo atribuyó Plinio más de 1.500 estatuas, la mayor parte de bronce y se distingue en la expresión del carácter individual que supo imprimir en ellas. A él o a otro escultor de Quíos se adjudica la cuadriga de bronce dorado que hoy adorna la fachada de San Marcos de Venecia (y que otros suponen romana de la época de Nerón) y de él fueron todas las esculturas que representaron a Alejandro Magno. Entre los escultores del Peloponeso que siguieron la misma línea realista figura Cares de Lindos, autor de la gigantesca estatua del Sol de 33 metros conocida como el Coloso de Rodas que estuvo en la isla de este nombre.


Laoconte y sus hijos. Período Helenístico [editar]El cuarto período que es el de difusión se llama también alejandrino y helenístico por corresponder a la época de helenismo abierta por Alejandro Magno.


En él, las escuelas salen de Grecia y figuran principalmente en Pérgamo, Rodas, Tralles, Antioquía y Alejandría, distinguiéndose por su realismo, alguna exageración en las actitudes, predilección por las escenas trágicas o dolorosas y cultivo por el retrato. Son muy celebrados

el grupo de Laoconte y sus hijos de la escuela de Rodas, que hoy se halla en el Museo del Vaticano
el Toro Farnesio de la escuela de Tralles
el Galo moribundo de la escuela de Pérgamo
La escuela griega de Alejandría se distinguió por los asuntos simbólicos o alegóricos y los rústicos o campestres que fueron objeto de sus relieves o estatuas.

Glíptica [editar]Durante todos los periodos enumerados, se cultivó en Grecia con perfección admirable la glíptica, ya ensayada en el arte micénico y antes cultivada en Egipto y Caldea. Se conservan en los Museos magníficas colecciones de primorosos entalles y camafeos, labrados con piedras finas (ágatas, por lo común con sus afines) que sirvieron para anillos y demás joyas de la opulencia griega y que tal vez mejor que los demás objetos artísticos, revelan el gusto y la habilidad insuperable del pueblo griego para con la escultura. Tomó por patrón de su glíptica en sus principios el escarabeo de los egipcios sustituyendo el jeroglífico por la figura mitológica y alguna inscripción griega. Y aunque desde el siglo V a. C. se fue abandonando la forma del escarabajo, conservó siempre el corte oval o elíptico y convexo en las gemas grabadas. La más notable de éstas es un camafeo de la época helenística, labrado tal vez en Alejandría y conservado en el Museo del Hermitage en San Petersburgo. Representa los bustos de un Tolomeo y su esposa (Tolomeo II y Arsinoe, probablemente) y mide 17 centímetros de largo por 13 de ancho. Se denomina Camafeo Gonzaga por haber pertenecido al duque de Mantua. A dichos camafeos de factura griega deben agregarse también los llamados vasos murrinos (nombre que, al parecer, les da Plinio) y son ciertas copas talladas en ágata u otra piedra fina que suelen tener relieves magníficos. Los más famosos entre éstos son

la llamada Copa de los Tolomeos, vaso de ágata con pie y con figuras alusivas a Baco
la Taza Farnesio, del Museo de Nápoles.
Ambas pueden considerarse obra helenística de Alejandría. Dicha taza tiene la forma de un platillo de cornalina de ocho centímetros de diámetro con ocho figuras en el interior y la cabeza de Medusa en la externa. La glíptica griega y romana no ha podido ser superada nunca ni siquiera por el arte moderno...

Coroplastia [editar]En trabajos de coroplastia (estatuas y relieves de barro cocido) sobresalió igualmente el pueblo artista por excelencia siendo muy celebradas las estatuitas de Tanagra (en la antigua Beocia) y de Mirina (cerca de Esmirna, en Asia Menor) por sus acabados de perfiles. Datan de los siglos IV a. C. y III a. C. las mejores de estas obras aunque ya empezaron en el VI a. C. y siguieron labrándose en la época romana, las cuales reproducen con frecuencia y a escala las obras maestras de los grandes artistas griegos. A imitación de las griegas, se modelaron otras en Sicilia, Etruria y Roma.

Referencias [editar]1.↑ adj. Perteneciente o relativo a la protohistoria. Real Academia Española
2.↑ adj. Perteneciente o relativo a la antigua Creta. Real Academia Española
3.↑ El período micénico se caracteriza en arquitectura por los robustos muros y palacios de aparejo ya ciclópeo, poligonal y medio escuadrado y por las tumbas de cúpula falsa la cuales se hallan diseminadas por las regiones de Grecia y mar Egeo.

sábado, 22 de mayo de 2010

primera parte de curso de escultura

En esa esfera de la expresión humana que denominamos creación artística, la actividad específica de la escultura es el proceso de representación de una figura en tres dimensiones. El objeto escultórico es por tanto sólido, tridimensional y ocupa un espacio.
El procedimiento para generar dicho objeto nos remite a las variedades técnicas de la escultura. Según los tratadistas italianos del Renacimiento (Alberti, Leonardo, Miguel Ángel), un escultor es aquel que quita materia de un bloque hasta obtener una figura. Por consiguiente, esculpir o tallar es quitar, y es escultor quien sabe quitar lo que sobra en un bloque, de material sólido, que contiene un objeto escultórico en potencia. Así lo manifestaban dichos escritores para poner de relieve el contraste entre escultura y pintura, ya que esta última consiste, por el contrario, en añadir.
En la eliminación de la masa sobrante estriba la dificultad de la escultura, Se trata de una operación conceptual y técnica a la vez. Para poder extraer la figura del claustro en que está recluida, el escultor tiene previamente que verla, y después, valerse del oficio. Un escultor que no haya previsto cabalmente la imagen que desea expresar puede, con todo, llevar a cabo una escultura, pero el resultado apenas convencerá al contemplador. Ya la inversa, de poco le servirá la idea si desconoce los medios para convertirla en objeto artístico.
Pero también es escultor el modelador, el que efectúa un modelado, quien lo mismo que el pintor, agrega, valiéndose de un material blando (cera, arcilla, yeso). El modelado pertenece, pues, al campo de la escultura, pero difiere radicalmente de la escultura propiamente dicha por lo que concierne al procedimiento. No será ya necesario adivinar, se podrá concebir sobre la marcha, e incluso cambiar el plan previsto. En sentido estricto, sólo es escultura la primera. Hoy, sin embargo, no se tiene una apreciación tan radical, y en materia de creación artística se considera la operación de modelar tan válida como la de quitar de un bloque.
Ahora bien, el modelado puede constituir una finalidad en sí mismo o, por el contrario, ser un procedimiento auxiliar de la escultura. En efecto, el escultor que quita materia no puede operar valiéndose únicamente de la memoria; ha de tener a la vista un modelo. No es más que un punto de referencia, pero no puede prescindir de él si desea evitar errores irreparables. El modelo es parte del proceso que lleva a la idea final.
El modelado es especialmente apto para el momento creativo, como lo es el dibujo. El artista podrá, indistintamente, añadir o quitar de la masa blanda. De ordinario, hará numerosos bocetos de tamaño pequeño, y finalmente un modelo a escala de la escultura que pretenda llevar a cabo.
Pero también hacen escultura los que modelan con intención definitiva, bien para ofrecernos el material ya endurecido, bien para trasladarlo a otro material (vaciado) por mediación de un molde. El fundido en bronce y metales nobles será, pues, una manera de hacer escultura.



Se comprende mejor la escultura al saber cómo se ha realizado la obra, al conocer la técnica empleada. El resultado no se produce por azar, es la culminación de un procedimiento. El contemplador debe sentir curiosidad, y no ha de conformarse con las consecuencias extraídas de la mera apreciación visual.
La mayoría de las herramientas son punzantes o cortantes. El artista ataca la materia presionando la herramienta directamente o golpeándola con un martillo. Frente al esfuerzo mental que guía al pincel del pintor, el esfuerzo del escultor es fundamentalmente físico. A la lucha con la dureza del material hay que añadir la incomodidad que supone moverse en torno del bloque y accionarlo con las manos. El escultor, frente al pintor, es un «obrero». Ésta es la razón que adujeron los detractores de la escultura para separarla de las artes liberales. Pero lejos de desacreditarla, la materialidad del esfuerzo es algo que ennoblece a la escultura. Sin duda, esto determina que el porcentaje de escultores sea escaso si se compara con el de aquellos que se consagran a actividades artísticas menos esforzadas.
Son diferentes las herramientas con que se trabaja un material blando y uno duro. Madera y mármol cuentan con herramientas propias. La primer tarea es el desbastado, o eliminación de grandes masas de materia. Al principio se procede con golpes rápidos y certeros, ya que se desbasta materia claramente alejada de la figura que se quiere alcanzar. Esta operación se hace en la piedra y en el mármol mediante el puntero, instrumento puntiagudo, que horada y desportilla. Se prosigue con cinceles que son instrumentos cortantes de filo recto, y con gubias, cuyo corte es en cambio curvo, lo que permite ir formando las superficies convexas y cóncavas. En escultura de mármol y piedra se usa el cincel dentado, que tiene dientes puntiagudos o rectos. Esta herramienta deja en la superficie surcos de gran extensión y permite un desbastado próximo a la forma definitiva; ya deja entrever el volumen y la sombra.
En ocasiones hay que practicar excavaciones profundas. Para ello está el taladro, que actúa a percusión, con una punta larga. Los griegos descubrieron un instrumento muy adecuado para la talla del mármol: el trépano, especie de berbiquí, que hace girar una punta de acero aplicada a un lugar concreto. El trépano deja la huella de un agujero. Está recomendado para ciertas partes, como las fosas nasales, el interior del oído, las barbas y cabellos, donde el uso de instrumentos de corte a percusión es inadecuado, porque el material se rompe. Curiosamente, el trépano es instrumento poco usado, pero se han servido de él grandes artistas como Miguel Angel y Bernini. Las perforaciones y cortes profundos están presentes ya en la estatuaria del período helenístico.
Las superficies han de ser alisadas. En la madera se hace esto con limas, escofinas y lijas; y en el mármol se acude a la piedra pómez, al esmeril y a todo género de «abrasivos», es decir, materiales con que se frota insistentemente la superficie hasta dejarla brillante. Este alisado de las superficies es una tarea puramente mecánica y puede ser confiada a un colaborador, pero es una operación importante. La estatuaria egipcia ofrece solemnes imágenes de granito cuya superficie reluce suntuosamente merced al trabajo de verdaderos equipos. El espectador tiene que reconstruir mentalmente el procedimiento implícito en estas obras. Salidas de un taller áulico, en el acabado intervienen legiones de artesanos puliendo las superficies.
Y no han de olvidarse los medios auxiliares como la «máquina de sacar puntos». En escultura es del todo imprescindible servirse del modelo, es decir, de una escultura, pequeña o grande, que ofrece la forma y el volumen que ha de tener la obra definitiva. Una vez elegido el bloque en que ésta ha de ser labrada, el escultor tendrá que desbastarlo. Pero ¿dónde aplicar el golpe para «quitar»? Hay procedimientos científicos, con compases y reglas, pero es especialmente inestimable la ayuda de la máquina de sacar puntos, empleada ya por los griegos. En rigor, esta «máquina» no es más que una caja de varillas ortogonales, a las que se sujetan puntas o agujas. Se eligen puntos determinados, que se fijan en la caja y en el bloque. De esta suerte, el escultor atacará el bloque con seguridad, desbastando con el puntero y los cinceles y guiándose por la frontera de puntos, hasta definir el bulto. Naturalmente, es imposible determinar, ante una escultura, si se ha empleado o no tal máquina, pero, de todos modos, conviene saber que es un procedimiento absolutamente lícito, que pertenece a la trayectoria técnica de la escultura. Al menos, desde el punto de vista de las proporciones, la máquina garantiza la correspondencia entre el modelo y la obra definitiva.
En cuanto a las obras efectuadas mediante modelado, las herramientas son sencillas: puntas de madera, paletas, trapos húmedos; pero la herramienta principal es la mano. Rodin modelaba con las manos. El barro recibe así el hálito creador del artista en toda su inmediatez.


La elección del material es un hecho trascendental. Puede obedecer a una exigencia del cliente, pero también a la decisión del artista. Hay materiales suntuarios, como el oro y la plata, escogidos frecuentemente con finalidades de culto o de representatividad política. Se puede hacer una buena escultura con cualquier con cualquier material, pero no hay duda de que la apreciación de la obra está condicionada en parte por él. En un edificio de austero granito como el monasterio de El Escorial, la zona del presbiterio, donde se combinan mármoles de colores y bronces dorados y esmaltados, produce la sensación de algo sobrenatural, de que nos hallamos ante la presencia divina.
El mármol es por antonomasia el material de la escultura desde la antigüedad clásica. Aunque los hay de diversas especies, el de color blanco es el más preciado. Los grandes escultores han procurado elegir personalmente los bloques, pues cualquier tara que posean afectará a la escultura. Su dureza hace que tolere los golpes del cincel sin que se produzcan fisuras falsas y que la talla resplandezca con autenticidad, porque es imposible ocultar los defectos. El mármol somete a examen la capacidad creadora del escultor. Es materia con la que puede lograrse casi todo; a despecho del color albo, el tratamiento de la superficie permite crear sombras y todo género de matices, y provocar asimismo sensación de tersura o, por el contrario, de morbidez.
El alabastro es en cambio materia blanda. El escultor agradecerá la facilidad con que penetra el cincel, pero tendrá que lamentar su naturaleza quebradiza, ya que, al revés del mármol, se desportilla y araña. El mármol cierra sus poros, definiendo los volúmenes; el alabastro, por su translucidez, nos muestra el interior. Así como la blancura del mármol nos traslada al mundo de lo ideal, el tono amarillento del alabastro aproxima la estatua a la vida. A causa de la pátina que suele tener, el mármol puede ser tomado a veces por alabastro. Los buenos escultores también exigían que los bloques de alabastro fueran limpios y compactos. Como se ve, no es muy grande la diferencia entre los dos materiales, y el alabastro presenta la ventaja de exigir menos esfuerzo en la talla y ser más barato.
También es blanda la caliza; en ocasiones se corta con una navaja. La pátina que el tiempo deposita en la superficie no deje de ser una protección, pero está demostrado que se usaron materiales endurecedores sobre las superficies recién talladas cuando las obras de destinaban a la intemperie. Así se procedió en las fachadas del Colegio de san Gregorio y de la iglesia del convento de San Pablo, en Valladolid. Con frecuencia se pinta la caliza con tonos suaves, como se hacía en Coimbra, que ha dado una notable escuela renacentista de escultura en caliza policromada. La caliza da facilidades a la talla para la obtención de efectos de gran verosimilitud. Lo mismo ocurre con la piedra litográfica, que por su finísimo grano concede al escultor la posibilidad de expresarse en un lenguaje puramente lineal.
Virtudes muy dispares presentan las piedras de grano grueso, como el granito. El escultor ha de sintetizar, evitando expresarse con aristas: la redondez le invita al acabado compacto. Aunque no pueda concluirse que el granito sea lo que ha determinado la forma maciza de la estatuaria egipcia, no hay duda de que los conceptos que regían aquella estatutaria encontraron en este material un digno complemento. Dicho de otro modo: el material más rebelde, el granito, y la talla dulce, brillante y pulida permitieron conseguir esas imágenes de eternidad. Idea, material y forma han logrado la más completa armonía.
Las maderas duras (nogal, caoba, boj) están especialmente indicadas para una talla minuciosa, que permita examinar la gracia de las vetas. El escultor ha de aprovechar el natural diseño de la estructura lignaria y podrá obtener armoniosos efectos combinando los vetados.
La madera ha buscado asiduamente el entendimiento con la pintura. La policromía puede ocultar totalmente la materia, hasta el punto de que el espectador no pueda determinar cuál es el soporte de la obra, mas el verdadero escultor debe ejecutar la obra de tal suerte que ya en su desnudez muestre ésta sus calidades; no debe confiar en que el policromador la mejore; en todo caso, la pintura será un complemento, el justo y necesario. Cuando por alguna circunstancia la escultura pierde la capa de color, pone de relieve la importancia de esta cuestión. La pintura de imágenes constituyó una especialidad, y muchas veces en manos de ilustres pintores. Francisco Pacheco policromó esculturas de Martinez Montañés. La escultura policromada debe ser una suma de escultura y pintura. Decía Pacheco que en una cabeza encarnada por él coincidían dos artes: la talla de un gran escultor y el retrato de un buen pintor. El policromador utiliza las concavidades para producir sombras y el encarnado robustece las formas. Asimismo, la fuerza y el grosor de las venas cobran más potencia cuando el pincel ha recorrido el saliente aplicando una tonalidad propia del vaso sanguíneo. Por esta razón resulta difícil establecer lo que es plástica y lo que es pintura cuando se está delante de una escultura policromada. La buena policromía se adapta a la escultura, no la niega ni la desvirtúa. Lo que sí parece claro es que la verosimilitud, es decir, la sensación de que una escultura se asemeja a un ser real, es más fácil conseguirla con una escultura policromada. Pero nunca una escultura policromada auténtica debe ser considerada como pintura, porque su esencia sigue siendo el volumen, el espacio ocupado.
Otras colaboraciones se ha procurado el escultor. A la policromía se añaden los «postizos»: uñas de cuerno, dientes de pasta, ojos de cristal, lágrimas de resina, pestañas naturales y toda la indumentaria imaginable, tanto de la moda popular como de la refinada. La Virgen luce grandes sombreros, lleva miriñaque y pañuelos de encaje; cuando es preciso enlutarla, se acude a una basquiña negra. Y lo mismo Cristo, que camino del calvario viste una túnica de paño de color morado. En los Nacimientos napolitanos la escultura exhibe los caprichos de la moda en medio de paisajes nutridos y árboles, con gente que acude a la taberna o se calienta junto a una hoguera.
También se consiguen buenos resultados combinando diversos materiales, generalmente mármoles de diferentes colores y atributos de bronce dorado.
BARRO COCIDO
APOLO DE VEYES





El barro cocido es el material apto para los bocetos, aunque también puede remontarse a obra sublime; con él se han realizado esculturas de tamaño natural. Las estatuas de los frontones etruscos implicaron grandes dificultades de ejecución por su tamaño. Se cuenta que algunas eran tan grandes que una vez cocidas no se podían sacar del horno, y por tanto era preciso destruir éste. Pero en realidad no se trata sólo de habilidad técnica; no hay material humilde si las manos saben ennoblecerlo. El barro cocido, por su plasticidad, es terreno adecuado para lograr efectos realistas. Las arrugas, los cabellos, el modelado de los pliegues, todo puede alcanzar acusada verosimilitud. El barro cocido esmaltado, con blanco o con diferentes colores, y también la porcelana fina, son idóneos para la creación de grupos pintorescos, generalmente de pequeño tamaño.
La cera, que también se emplea en la preparación de bocetos, es material que solicita lo menudo, la escultura en pequeño. Con ella se han creado escenas de vitrina o «escaparate». la minuciosa obra del escultor en cera recibe el auxilio del policromador; hay una cercanía muy grande entre la escultura y la pintura en estas vitrinas con escenas de cera pintada. Son obras de interior, de gabinete, piezas hogareñas.
BRONCE PERSEO





El bronce posee un historial prestigioso. Es una materia duradera, costosa, y exige una técnica difícil. Mármol y bronce han sido los materiales preferidos en las obras de los centros áulicos y religiosos, son sustancias apropiadas para dioses y reyes. La técnica del bronce presupone una larga investigación vinculada a la industria: es un arte que participa de la metalurgia, ciencia del metal. El bronce conviene al retrato y al grupo escultórico, desafía sin riesgo los rigores de la intemperie, pues su herrumbre le proporciona una capa protectora, y está unido a la idea de riqueza y poder. Por eso busca los lugares públicos. El contemplador debe saber que la obra ha nacido en medio de las mayores angustias en el horno del fundidor y que el saber y la ciencia han colaborado con el artista. Cellini se emociona al narrar la operación del fundido del Perseo. La fase preparatoria es la del modelado; luego se hacen los moldes y se pasa al vaciado. El escenario de trabajo en nada se parece al taller de un artista, tiene un aspecto industrial: crepita el horno, se enrarece la atmósfera y, al entrar en el molde el bronce fundido, los agujeros exhalan gases que invaden el recinto. Una vez extraída la figura, se realiza el pulido, el retocado con buriles, el dorado y el bruñido. Al final parecerá una pieza de oro.
ORO Y PLATA
SALERO DE FCO. I





El oro y la plata, por ser metales nobles, confieren a la obra un carácter santuario. Será escultura en tamaño pequeño pero dotada del cariño de lo menudo. El orfebre también puede ser escultor, como lo era Benvenuto Cellini. Es escultura de tamaño pequeño en la que el valor intrínseco es inseparable del valor artístico. Así, cuando el oro y el arte se reúnen en una obra, ésta asciende a lo trascendental.
Hay además materiales a los que se les otorga una significación mágica o religiosa. Llega un momento en que pierden la significación original, y, depurados, quintaesenciados por su duración histórica, resultan atributos esenciales de determinados géneros. Es lo que ocurre con el jade, material sagrado en extremo Oriente, o con el azabache, con el que se fabricaron tantos exvotos en la Edad Media. Nadie puede pensar en una imagen antigua de Santiago apóstol o una venera de la peregrinación que no fuera de azabache. Y lo mismo puede decirse del cristal de roca, materia con que se ha expresado el arte cortesano de la Europa barroca; y del marfil, destinado a objetos pequeños, depurados, en que se adora a Dios o al rey.


La arquitectura del siglo XX ha revolucionado el uso de materiales. La primera circunstancia es la variación de combinaciones, de suerte que es fácil apreciar el juego múltiple y asociado. Por otro lado alternan los materiales brillantes y los rugosos. Los brillantes tiene mucho que ver con la producción industrial. Son, sobre todo, aceros inoxidables. El hormigón adquiere un gran protagonismo, tanto el hecho a molde como el que se presenta en bloques tallados. En el primero se aprecia la huella del encofrado. El hierro se ofrece fundido o en planchas cortadas y soldadas. la escayola, la tela encolada, el cartón, el plexiglás y todo género de plásticos y materiales acrílicos se prestan a infinitas variantes, a lo que hay que sumar la disposición giratoria de algunas combinaciones, alternando con la luminotecnia.



Por lo común, las piezas escultóricas son creadas para ocupar un sitio determinado [FIGURA 1]. Con frecuencia, andando el tiempo, son trasladadas a otro sitio, y muchas terminan en los museos. Por tanto, para valorarlas debidamente hay que tener en cuenta el emplazamiento que sus autores les destinaban.
Hay que considerar en primer lugar la distancia física entre la escultura y el espectador, sobre todo cuando el acercamiento a la obra no puede rebasar ciertos límites. En estos casos es evidente que la figura tiene que reunir ciertas condiciones en relación con esa distancia. Una escultura concebida para ser contemplada desde lejos debe ser de tamaño superior al natural y, además, sus detalles deben perder minuciosidad. Lejos de ser una imperfección, esto constituye una exigencia de la perspectiva. Es lo que acontece con las esculturas que se colocan en los retablos españoles desde el Renacimiento. Las emplazadas en el primer cuerpo, próximas al espectador, presentan finura en la ejecución de los detalles, en tanto que las situadas en las partes altas son de rasgos más elementales y resultan bastas e insípidas cuando se las mira de cerca; están creadas para ser apreciadas a distancia.
Por escultura «monumental» se entiende la que se inscribe en un edificio, dentro o fuera de él [FIGURAS 2 y 3]. Entre la arquitectura y la escultura debe existir un acuerdo. La escultura hace más inteligible el edificio, dado que las figuras poseen una significación plástica y simbólica.
Ya los griegos tuvieron presentes las leyes que rigen el órgano humano de la visión, que no se comporta en absoluto como una lente. La visión es fisiológica, y no óptica. Los arquitectos y escultores griegos introdujeron ciertas alteraciones en la obra de arte para que ésta fuera apreciada correctamente. De ahí surgieron las «correcciones ópticas», que no son sino deformaciones que anulan o contrarrestan las deformaciones naturales de la visión humana. Esta conducta fue mantenida a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento. Así como una bóveda de cañón se peralta para que el sector curvo no parezca menor que una semicircunferencia al ser seccionado por el arquitrabe, en la figura humana se hacen más voluminosas las partes superiores de la cabeza o más o más largos los cuellos, para que no parezcan hundirse entre los hombros. En lo referente al tamaño, se hicieron cálculos para hallar el coeficiente de agrandamiento en razón de la distancia, y sobre ello escribieron Vitrubio, Leonardo, Durero y otros muchos autores. Pero pocas veces se aplicaban las normas al pie de la letra, y lo habitual era una conducta puramente empírica. A veces, como acontece en el retablo mayor del monasterio de El Escorial, hubo un exceso en el agrandamiento de las figuras de la parte superior. De la misma manera, las esculturas que se proyectaron para ser colocadas en la barandilla del Palacio Real de Madrid tenían que haber sido mayores, pues situadas allí pierden la monumentalidad que poseen cuando las vemos de cerca.
Además de la simplificación de los detalles y la alteración de las proporciones, cabe señalar que muchas veces las esculturas alejadas son colocadas en pedestales más altos y ligeramente inclinadas hacia adelante. De ahí que los relieves ofrezcan un claroscuro más enérgico en la parte superior. Se parte de la premisa de que el espectador se encuentra en el suelo y separado del pie de la obra, de manera que ve el conjunto formando un ángulo, casi igual para todas las figuras.
La arquitectura impuso sus leyes, y del análisis de los elementos arquitectónicos surgieron determinadas conductas para la posición de las figuras. Es lo que se ha llamado «ley de adaptación al marco», común a todos los clasicismos. Si una figura humana desempeña el oficio de columna, deberá tener la estructura técnica y estética de la columna. Una cariátide tendrá un cesto sobre la cabeza, equivalente al capitel, y los pliegues del vestido corresponderán a las estrías del fuste; si se trata de un atlante, los brazos recibirán el arquitabe como si fuerza una zapata.
La arquitectura presenta con frecuencia hornacinas donde hallan protección las esculturas, perfectamente encajadas en los muros. Nicho y figura constituyen un todo armónico. Lo mismo sucede cuando se traza un frontón: pese a la forma triangular, se acomodan en la pendientes figuras inclinadas, sentadas, agachadas o caídas. No menos estrictas son las normas cuando las esculturas se aplican a un capitel, ya que éste no tolera que se rompa su volumen, y las figuras deben mantener la verticalidad en el centro, la inclinación en las esquinas y el desarrollo en redondo en la base.
El espectador debe tener en cuenta todo esto cuando contempla los «disjecta membra» en los museos. Con la imaginación tiene que reponer la figura en su primitivo emplazamiento; de no ser así le pueden molestar los rasgos exagerados, el volumen desmesurado o la posición extraña.
FIGURA 4







FIGURA 5




Pero la escultura sabe también independizarse del edificio y adquirir, en calles y plazas, un comportamiento urbanístico [FIGURA 4] y una significación ética, con visos de propaganda. De Grecia a nuestros días, estatuas de mármol, piedra y bronce nos transmiten un contenido histórico. Son esculturas discursivas, aleccionadoras, que nos saludan desde lejos y nos invitan a acercarnos. La estatua ecuestre, por ejemplo, nos da una lección de heroísmo y buen gobierno. Tal vez sean las esculturas más próximas al espíritu del pueblo [FIGURA 5]
El jardín es lugar de esparcimiento. Allí las estatuas se reúnen gozosas en las fuentes, lanzando chorros de agua. El escultor ha de buscar posturas graciosas, procurando que el agua brote de los sitios más caprichosos; para todo hay licencia, pues la escultura se ha liberado de las leyes arquitectónicas y sólo vive a expensas de la naturaleza [FIGURA 6].
La escultura puede extenderse a la misma naturaleza e integrarse en el paisaje. Puertos, montañas y bosques acogen obras escultóricas. La grandiosidad del escenario requerirá el formato grande. Estamos en la senda de los «gigantes», de aquel Coloso de Rodas, una de las maravillas de la Antigüedad, por entre cuyas piernas llegaban a puerto los barcos. La estatua de la Libertad alumbra el puerto de Nueva York; el Cristo del Otero [FIGURA 7] domina la ciudad de Palencia; los Cuatro Presidentes son una montaña esculpida. A la historia de los rascacielos en arquitectura, hay que sumar la historia de los gigantes en escultura.



Si la escultura ocupa un sitio, ¿cuál ha de ser el del espectador? A despecho de lo que acontece con la pintura, que establece un lugar fijo, la escultura impone a veces un desplazamiento. La escultura monumental y el relieve presuponen sin embargo un espectador inmóvil. Bien por la situación elevada o porque la obra está dentro de un nicho, la visión frontal predomina en la estatutaria monumental. Es más, cuando una escultura de bulto completo es contemplada desde cerca, apeada de su emplazamiento, se aprecia que por detrás no está terminada; por otra parte, toda la acción se dirige hacia el frente y carece de interés la contemplación lateral. Es evidente que el escultor ha enriquecido la visión frontal; todo apela a ella, los brazos, las piernas, la mirada.
Una gran parte de la estatutaria egipcia y mesopotámica ha nacido condicionada por la arquitectura. Su volumen es ortogonal, es decir, está contenido virtualmente en la forma de un cubo o un sillar. Los famosos toros alados asirios [FIGURA 1], colocados a los lados de las puertas de la ciudad, ofrecen dos caras a la visión. En la visión frontal se percibe un toro con dos patas, y en la lateral, uno con cuatro patas. No está prevista la visión en escorzo, que nos presenta un curioso animal de cinco patas. En todas las caras la talla es de relieve, pues no está perforado el bloque.
El predominio de la contemplación frontal condujo a Lange a formular la «ley de frontalidad», aplicable a la escultura de muchos pueblos prehistóricos, a la de Egipto y la de la Grecia arcaica. Según ella, con independencia de la posición que ocupe la figura, hay una línea de simetría que parte de la frente, pasa por la nariz, el esternón, el ombligo y los órganos sexuales y divide el cuerpo en dos partes iguales; no hay torsión, aunque sí puede existir inclinación hacia adelante o hacia atrás.
Esta frontalidad hace que la figura adopte la disposición de un relieve y parezca definir perfectamente lo esencial de la figura. Pero si el espectador se desplaza encontrará las visiones laterales y posteriores, todas ellas diferenciadas y secundarias. Dicho de otro modo, la concepción escultórica en Egipto y la Grecia arcaica es la de un bloque ortogonal, del cual se ha hecho emerger una figura humana por medio de cuatro relieves. Es como si la escultura aplicada a un ángulo se hubiera desgajado, imponiendo la necesidad de hallar el otro costado y el dorso. Fue la primera aparición del bulto completo, por suma de las cuatro visiones, de los cuatro relieves [FIGURA 2].
Pero a medida que la escultura se fue separando de la pared hasta lograr su pleno aislamiento en el espacio, se fue imponiendo la necesidad de apreciar el volumen en redondo. Por fuerza, la teoría y la práctica hubieron de coincidir, y el hábito de ver influyó sin duda en el hábito de esculpir. Por esta misma razón, el espectador actual tiene que seguir la práctica del giro.
Con todo, el predominio de la visión frontal se mantuvo, y en pleno Renacimiento condicionaba aún la obra de Miguel Angel. Como ha observado Wittkower, Miguel Angel operaba con arreglo al concepto de dos relieves, uno frontal y otro dorsal, que empalmados determinaban un bulto redondo, favorecido en la visión frontal.
La evolución de la estatuaria griega consiste en un progresivo abandono del predominio frontal en beneficio de las visiones que surgen del giro alrededor del objeto.
Es preciso señalar que la visión en redondo ya se da en Grecia, en aquellas figuras asimiladas al culto del árbol en cuanto personificación de una diosa, como la famosa Hera de Samos [FIGURA 3]. La diosa se reduce a una columna, que tiene su inspiración en el árbol. Pero en general la evolución parte del concepto de unidad del bloque ortogonal. A medida que el espectador se va acostumbrando a las visiones angulares, el escultor va resolviendo el problema de la continuidad del giro. Con todo, esta visión angular raramente será grata. Los kuroi arcaicos ofrecen un aspecto frontal principal y un dorsal que semeja la fachada posterior, pero con una bella disposición de los mechones del cabello. Las visiones laterales tienen su gracia por el compás abierto de las piernas y la flexión del brazo.
El cambio que introduce Policleto es fundamentalmente el debilitamiento de la «frontalidad», lo cual determina la desaparición de la simetría. El cuerpo abandona el «plano medio», de suerte que los puntos centrales siguen una línea ondulada; los miembros realizan acciones diversas que procuran compensarse para mantener el equilibrio; la propia cabeza se tuerce hacia un lado. De esta manera se inicia un leve movimiento de torsión, pero la visión frontal sigue siendo preponderante.
Se llega así a la visión lateral de cuarenta y cinco grados, que en Lisipo ya no guarda ninguna relación con el carácter de relieve de los kuroi arcaicos. Aparecen ahora acciones diferentes; la longitud del brazo extendido, por ejemplo, pone de manifiesto que el cuerpo humano es algo más que una fachada principal. La flexibilidad con que se arquean los miembros demuestra que este nuevo lenguaje no resulta forzado. Existe, pues, con relación al cuerpo humano, una visión de costado que puede ser tan importante como la principal [FIGURA 4]. Llevar la vista hacia el dorso será otra novedad. No importa que en la Venus Kalipigia sea esto una anécdota de intención erótica. El auge que adquiere el desnudo femenino —la estatua de Afrodita— no deja de ser un recurso para valorizar el dorso humano. Lo contrario acontecía en las estatuas griegas arcaicas, en las que la parte posterior sólo ofrece como elemento descollante la cabellera.
De esta manera el escultor griego ha ido descubriendo el valor de todo el cuerpo humano suscitando con este enriquecimiento el interés del espectador. Durante el período helenístico estas innovaciones pasan de la figura aislada al grupo. La descripción de una acción compleja ya no es accesible al golpe de vista y requiere el desplazamiento alrededor del grupo. El escultor ha reunido las figuras y los elementos de paisaje sobre una plataforma con criterio de visión en redondo. Si el Laoconte es todavía un grupo escultórico esencialmente frontal, el Toro Farnesio (Museo de Nápoles) es un relato que exige diferentes puntos de vista para «entender» su significado. Esto nos introduce en la temporalidad de la visión, aspecto que consideraremos más adelante. Hay una suma de figuras y acciones que se organizan en la sucesión temporal del giro en torno del grupo. Por ello la museografía estudia los espacios para la circulación de los espectadores.


FIGURA 5







FIGURA 6







FIGURA 7






La lección de Grecia se ha tenido en cuenta en todos los períodos. El renacimiento y el Barroco dan constancia de su cumplimiento. Aunque el trabajo de Miguel Angel se acomoda al sistema de doble relieve, anterior y posterior, no por ello deja de dominar perfectamente el espacio circundante. Un buen ejemplo es el David [FIGURA 5], en el Museo de la Academia de Florencia. La cabeza vuelta, la inclinación de una pierna, el brazo izquierdo flexionado, invitan al espectador a rodear la figura, y le permiten admirar toda la imponente belleza de la virilidad del dorso. Es un giro suave, lento, en el cual no se pierde nunca la verticalidad de la figura.
Los manieristas imponen la circunvalación de la obra por medio del dispositivo helicoidal de la figuras, que arrastran al espectador. En tanto que Leonardo defendía la teoría del doble punto de visto antero-posterior, Benvenuto Cellini —otro teórico— proponía ocho puntos de vista, o sea, cuatro ortogonales y cuatro angulares, aunque ya se sabe que los teóricos son propensos al dogma. Al atacar el punto de vista exclusivo, que inmoviliza al espectador, Cellini propuso ocho, pero, a decir verdad, rodear la escultura implica un número infinito de puntos de vista sucesivos; por eso el movimiento helicoidal es lo más adecuado para potenciar esta actitud. Un ejemplo clásico en Juan de Bolonia cuyo Mercurio [FIGURA 6] se apoya en un sólo pie, como un acróbata que hiciera una exhibición de inestabilidad y torbellino. El espectador no podrá apreciarlo si no se desplaza.
Ahora bien, este desplazamiento debe ser un giro concéntrico, porque el escultor ha establecido un punto central. Pero el itinerario resulta fluido, ya que la escultura atrae hacia el centro. Posteriormente, en la etapa barroca, el contemplador se verá implicado tensionalmente, en virtud de la torsión de la escultura, que dispara la acción hacia el exterior. Se trata de actitudes muy características del arte barroco. El David de Bernini, por ejemplo, obliga al espectador a contener un gesto de defensa ante la honda que esgrime el héroe. Y diríase que hay que guardar determinadas distancias. Nos movemos en torno de la figura, no ya en un giro fluido, sino escogiendo ángulos y estableciendo diferentes distancias, pues en la obra la acción se aplica direccionalmente, por lo común en sentido oblicuo.
Por otra parte, el Barroco compone escenas verídicas pobladas de figuras que ofrecen al pueblo la posibilidad de curiosear, de mirar todo lo que encierran. Un paso vallisoletano del siglo XVII [FIGURA 7] ofrece la prueba. La gente se acerca, se aparta, lo contempla de frente, de costado o por detrás, tiene que empinarse y agacharse. Si no lo hace no podrá descubrir todos los valores que encierran estos grupos procesionales.


El carácter de sólido del objeto escultórico lo vincula a la sensación del espacio. El volumen es un espacio ocupado, pero lo que perciben los ojos es un envolvimiento de dicho espacio, es decir, la forma, y a través de esta superficie-forma se produce la sensación de espacio ocupado (el volumen). En la forma se dan cita elementos como el color y la textura, que son los ingredientes materiales de la superficie [FIGURA 1].
La constitución del volumen se ejercita de muy distintas maneras. Hay un volumen rotundo, de núcleo cerrado, que presenta el aspecto de un cuerpo geométrico, de superficies planas o curvas. La historia de la escultura ofrece numerosos ejemplos de ambos tipos de superficie. La escultura del siglo XX desarrolla programas geométricos que han sido ya explorados en todas las culturas del pasado. La misma realidad biológica del hombre indica que su cuerpo es un juego de volúmenes sencillos, cuales la esfera, el cubo y el cilindro. Los dibujos egipcios, los estudios de Durero y las modernas teorías de Cézanne acreditan esta realidad. Escultores del siglo XX, como Ferrant, han obtenido excelentes resultados articulando volúmenes geométricos.
Pero la preocupación de la escultura puede extenderse a lo que hay dentro. El arte no termina en la realidad visual. Los hombres poseen una interioridad activa, y cuando se ve, a la vez se piensa. Hay un espacio interior y, por consiguiente, también un volumen y unas formas. La escultura del siglo XX tiene muy presente este volumen interno.
Esto lleva a fragmentar y cuartear el volumen exterior para penetrar en sus entresijos. Tal vez sea una consecuencia de la ciencia actual, que todo lo investiga. La escultura cubista y la orgánica ofrecen importantes realizaciones en esta conquista del volumen interior, como lo demuestran las obras de Pablo Gargallo y Henry Moore [FIGURA 2]. Lo admirable es que no hay ruptura entre un espacio y otro, sino continuidad.
Los volúmenes configurados con planos rígidos están relacionados con la arquitectura. Hay esculturas que se acoplan a la forma de un pilar, o acumulan cuerpos como si tratara de un ensamblaje de perfiles, frisos y basas, en los cual puede entreverse un modelo antropomórfico: pies (basa), tronco (pilar) y cabeza (ábaco). En la escultura prehispánica americana, esta forma arquitectónica con volúmenes planos rígidos aparece a menudo [FIGURA 3].
Los volúmenes de superficies curvas, generalmente convexas son más corrientes, acaso porque están más cerca de la realidad corporal del hombre. La obesidad o esteatopigia ya está presente en las primeras manifestaciones escultóricas de la humanidad y determinan en gran manera el tratamiento del volumen [FIGURA 4]. Se eliminan las arrugas y se combinan graciosamente las curvas en movimientos de torsión. La luz bate sobre las superficies, sin posibilidad de producir sombras. Todo el encanto de la escultura del Indostán reside en esta definición del volumen redondeado, estático (escultura budista) o dinámico (escultura brahmántica) [FIGURA 5].
La contemplación del volumen y el recreo en las superficies invitan al tacto. La vista no es suficiente para juzgar si la forma es blanda o tersa, cualidades que nada tienen de accidental. La tersura interviene en obras que apuntan a la eternidad y la permanencia, como las del arte egipcio, con personajes arquetípicos de lozanía perenne. Pero cuando deseamos expresar la realidad humana, vemos que la base corporal del hombre —la carne— se caracteriza por su blandura. Si lo terso aleja, lo blando aproxima. Lo terso induce suaves caricias y lo blando incita a la presión. Hasta que los dedos no se hunden en la materia no se obtiene la complacencia. La escultura ha deparado notables conquistas en la producción de efectos de morbidez, con un arte dirigido a la sensualidad. En el naturalismo de Praxiteles [FIGURA 6] y de Bernini la superficie adquiere una notable exquisitez gracias al pulido moderado, que consigue una delicada matización de luz y sombra.


Lo peculiar del relieve es que, tridimensional como toda escultura, carece sin embargo de parte posterior. El relieve constituye una de las partes esenciales de la historia de la escultura, y tiene que ser considerado aparte, tanto por el tratamiento de las superficies como por la ordenación de los conjuntos. Buena parte de las esculturas aplicadas a los edificios no son sino relieves. Tímpanos, frisos, capiteles y estatuas de nichos son en realidad altorrelieves, ya que no podemos ver el dorso que, por lo demás, casi nunca está verdaderamente tallado.
El relieve es un saliente a partir de un plano de fondo, que muchas veces es el mismo muro del edificio. Pero existe asimismo el relieve en rehundido, excavado, como insertado en un nicho.
Los relieves se clasifican por su resalto y también por la ordenación de los planos. El altorrelieve viene a ser una escultura de bulto completo que toca el plano de sustentación [FIGURA 1]. Otras veces se presenta como una figura cortada por la mitad; finalmente, el bajorrelieve tiene un grosor inferior a la media figura. El altorrelieve se usa en las partes elevadas de los edificios y el bajorrelieve en las inferiores.
Un relieve es algo así como una escena que ha de ser ordenada. En el curso de la historia han existido diferentes medios de representación comunes a la pintura y a la escultura. Se trataba de determinar de alguna manera la colocación de las figuras en el espacio. Esto se puede efectuar de una manera convencional, que se denomina sistema «conceptual», [FIGURA 2] o, por el contrario, acogerse a una representación óptica basada en la visión humana, la «perspectiva».
Hasta los tiempos clásicos predominaron los procedimientos conceptuales. En Oriente privó el sistema «procesional», para escenas militares o litúrgicas. No hay sino una fila de personajes, todos en el mismo plano y dirección, formando lo que se llama «serie». El formato del relieve es apaisado, y el saliente poco pronunciado [FIGURA 3]. Y cuando intervienen otros elementos, como edificios o montañas, se distribuyen en altura, a veces por fajas. Son estas capas las que expresan la distancia; el tamaño es indiferente, pues una casa puede tener la misma dimensión que una persona. La ocupación del espacio en profundidad se indica por la repetición. Para la representación de un grupo la serie insiste en el mismo motivo: un carro de guerra tirado por caballos se representa por una seriación oblicua de cabezas y patas, todas iguales. Esto es ya una penetración hacia el fondo.
El formato vertical se presta para la representación enumerativa. En los temas de lucha, en vez de reunir en una sola escena y en un plano todo el conjunto, se van sumando hacia arriba las escenas, con un ritmo en zigzag o helicoidal. Los romanos adoptaron muchas veces este procedimiento, usando como línea de apoyo el propio suelo. A lo largo de la Edad Media se prefirió el sistema de distanciamiento por medio de pisos paralelos o registros.
Para expresar el espacio se usaban también sistemas híbridos y contradictorios. Así, en Bizancio, se empleó la perspectiva «inversa». Al planismo de las figuras se sumaba la perspectiva que ofrecían los objetos, tales como mesas, sillas y bancos. En vez de converger hacia el fondo, lo hacían en sentido opuesto, como si el espectador estuviera detrás. Los personajes situados en la parte inferior son menores que los de la parte superior, que se supone más alejada. La convergencia y el tamaño obedecen a convencionalismos que tienen que ver con motivaciones simbólicas. La figura sagrada es de mayor tamaño que las demás.
Otro principio de ordenación conceptual es el radiado, usado en la India. Las figuras convergen en forma de rueda en un punto central, conforme al principio dinámico impuesto por la religión.
Griegos y romanos comenzaron a usar la perspectiva que se ajusta a los principios científicos de la «pirámide óptica», en que los rayos llegan hasta la pantalla de la retina rectos y convergentes. Cualquier intersección de esta proyección convergente determina un relieve o un cuadro.
Los romanos no aplicaron una convergencia sino varias, a lo largo de un eje vertical, con lo cual se obtiene una disposición denominada espina de pescado. Otras veces la convergencia no se realiza sobre un eje, sino sobre una «zona» más o menos central. Pero es difícil advertir este hecho; en la apreciación rápida la obra parece tener una convergencia perspectiva en un solo punto.
Durante la Edad Media se utilizó la perspectiva basada en la convergencia, pero con arreglo a la llamada «vista de pájaro» o perspectiva caballera. Las figuras se sitúan en diferentes filas, bien visibles debido al punto de observación alto.
El influjo de la ciencia fue imponiendo durante el Renacimiento el sistema óptico. Pero hay que recordar que la perspectiva del arte ha sido siempre «artfitialis», en oposición a la científica, que es la «naturalis». Fue Alberti quien formuló hacia 1453 las características de la perspectiva para artistas. Valiéndose de la geometría de Euclides estableció en la representación un punto central de convergencia, según el modelo de la visión humana. Como consecuencia de ello los objetos disminuyen progresivamente. Los pintores hacían resaltar en sus cuadros la convergencia con una adecuada representación de elementos arquitectónicos.
En escultura existen menos recursos que en pintura para plantear la representación en perspectiva. En la visión natural, los objetos lejanos no sólo se perciben más pequeños, sino también con menor claridad, y el efecto de relieve disminuye. Hay que sumar a esto la interferencia del aire, que enrarece la visión. Los pintores consiguen el efecto de lejanía con la perspectiva «aérea», que consiste en esfumar formas y colores.
En los relieves el escultor expresa el efecto de distancia acudiendo al aplastamiento del resalto. La focalidad y la degradación del saliente ofrecen toda una gama de variantes que constituyen un terreno fecundo para las soluciones individuales. En efecto, son muy escasos los relieves con un riguroso punto de fuga, muy a menudo tienen dos o más. Basta con seguir la trayectoria de los edificios para hallar estos focos.
Los romanos usaron ya el sistema de ir amortiguando el saliente de los planos para sugerir el efecto de distancia. Normalizaron la representación, de suerte que puede hablarse de relieve con tres o cuatro planos [FIGURA 4]. En las Puertas del Paraíso del Baptisterio de Florencia llegó Ghiberti al llamado relieve «pictórico». El rebajamiento no se obtiene por planos sumables, sino de forma continua. Si las figuras del primer plano son de bulto completo, las del fondo son meras incisiones. [FIGURA 5]. El afán de aproximar escultura y pintura es un desafío a la técnica. El ideal del pintor consiste en sugerir la lejanía en una superficie que sólo tiene dos dimensiones. La respuesta de los escultores italianos fue el relieve «schiacciato», con el espesor de una lámina de mármol, que ha dado lugar a verdaderos cuadros esculpidos


El tamaño, el peso y la proporción son aspectos fundamentales de la pieza escultórica. El tamaño es función de la distancia que la separará del espectador. El tamaño pequeño conviene a aquella obra destinada a la esfera de la vida privada, ya que, en cuanto objeto asible, permite una profunda relación afectiva. Pero cuando su tamaño aumenta debe dirigirse a la comunidad. Lo que era diminuto y delicado llega a ser colosal, y su apreciación reclama una distancia adecuada. La sensación de peso y esfuerzo va unida a la del tamaño [FIGURA 1]. Evidentemente, no son nociones estéticas, pero no pueden dejar de intervenir en la valoración espontánea del espectador.
Con todo, el verdadero núcleo de la cuestión es la proporción, cualquiera que sea el tamaño de la obra. No hay duda de que en todas las épocas y estilos la teoría y la práctica de las proporciones han interesado sobremanera. Ha habido principios y normas que se han estudiado y atendido celosamente. Pero la cuestión es compleja, pues frente a rigurosas observancias encontramos abundantes transgresiones y advertimos que son igualmente legítimas. La superación de una teoría por apremios creativos no es menos admirable que el cumplimiento y desarrollo de dicha teoría. El arte es tan normativo como antinormativo.
Todo sistema de proporciones responde al afán de establecer medidas aritméticas y representaciones gráficas de carácter geométrico, tomando como apoyatura principal el cuerpo humano, sobre todo el masculino, y conseguir así un método que auxilie a la representación. Median también razones de índole antropológica, estética, religiosa, etc. Es natural que el hombre se haya preocupado por saber cómo es su cuerpo a la hora de representarlo artísticamente. Todos los sistemas han nacido de la observación, pero la diversidad de los cuerpos hace que las formulaciones difieran. Además, el carácter meramente auxiliar del método propicia su variedad.
Una de las observaciones a que llegaron los tratadistas es la diferencia entre el cuerpo del hombre y el de la mujer. Por esta razón en sus tratados hay un capítulo que hace referencia a las proporciones del cuerpo femenino, entre las cuales destaca la relación cabeza-cuello. La cabeza es más larga que en la proporción masculina. De las proporciones se salta a las formas. El cuerpo masculino aparece vinculado a la línea recta y al cubo, sobre todo en los atletas, mientras que el cuerpo femenino deriva de las formas cilíndricas y globulares.
La primera normativa en materia de proporciones procede de Egipto, donde el planteamiento de las escultura es afín al de la arquitectura. La estatua se inscribe en un cubo porque es concebida como un sillar. En los papiros se han encontrado dibujos con el cuadriculado típico, y no faltan esculturas sin terminar que presentan los planos rígidos y las líneas de tal cuadriculado, con el cual se mide la figura humana. Nos hallamos en los comienzos del sistema «modular» de representación. La cuadricula permite fijar con toda precisión el módulo, que es un cuadrado. Pero para que se vea la incidencia del factor estético, en una época se divide el cuerpo humano en 18 cuadrados y en otra en 21. Este sistema permite distribuir exactamente la posición de los hombros, la rodilla y las partes esenciales del cuerpo, pero determina un cuerpo rígido, que aparece inmóvil, incapaz para el movimiento y el escorzo.
Los griegos dedicaron gran atención al problema de las proporciones, ya que su cultura era eminentemente antropocéntrica. La estatuaria helénica ha dado infinidad de esculturas cuyo protagonista es el hombre. Policleto [FIGURA 2] fue el gran teórico de las proporciones, y sabemos que escribió un tratado, el Canon, que fundaba las proporciones del cuerpo humano en el principio de que las partes estaban en relación con el todo. El dedo, la cabeza y el pie mantienen una precisa relación con el todo corporal. Es la teoría de la armonía general, similar a la armonía que mantienen los órdenes arquitectónicos. No existe un módulo cuya multiplicación determine el conjunto, sino una simultaneidad de relaciones proporcionales. El rostro (considerado del mentón al arranque del cabello) entra un número determinado de veces en la altura del sujeto. También Lisipo se ocupó de llevar la escultura a la teoría de las proporciones: su medida era más esbelta, pues el rostro entraba más veces en dicha altura.
También Vitrubio, en su libro De architectura, estudió esta interrelación de las artes y estableció fracciones matemáticas, considerando el ombligo como centro del cuerpo. El hombre con los brazos extendidos alcanza un ancho que es igual a su altura, y por ello puede ser inscrito en un cuadrado y en un círculo. La cabeza entra ocho veces en la altura del cuerpo, y diez si se considera sólo el rostro (del mentón al comienzo del cabello), dentro del cual la nariz representa un tercio. El pie es la sexta parte de la altura del cuerpo, y el codo la cuarta. Y para que quede claro que estos principios se han aplicado, manifiesta que «principalmente podemos considerar esto en los estatutarios y pintores antiguos, porque de éstos los que alcanzaron dignidad y fueron alabados permanecerán con eterna memoria... como Mirón, Policleto, Fidias, Lisipo y los demás.
La Edad Media gótica concibe esquemas fragmentarios para ayudar a los escultores en la ejecución de sus obras. Se trata de formas geométricas sencillas, como el triángulo, el cuadrado, el rectángulo de doble cuadrado, etc., pero no integran un sistema de proporciones. El famoso Álbum de Villard de Honnecourt es un tesoro de tales esquemas que debieron tener enorme difusión.
En el Renacimiento florecieron los tratados de las proporciones y se establecieron diversas tipologías. Se apoyaron en la teoría y la estatutaria clásicas, lo que supuso un resurgimiento de los conceptos de Policleto y Vitrubio. Alberti se sirve, para medir, del finitorium, y utilizará el pie como unidad. Leonardo da Vinci se inspira en Vitrubio, pero, científico como era, saca de su experiencia provechosas deducciones sobre la fisiología, el movimiento de los músculos, las flexiones, etc. Llega a la conclusión de que existe una gran diversidad de tipologías, debido a la edad y el sexo. Este mismo carácter experimental se encuentra también en los estudios de Alberto Durero, que formuló varios cánones, en función de la edad, del sexo, las posiciones de frente y de perfil. Sus textos tuvieron una enorme difusión, sobre todo en España.
Pero paralelamente a la teoría se desarrolla una práctica que tiene en cuenta la realidad, en la que el hombre no es una plasmación matemática y los sujetos son diferentes. De ello deriva una gran flexibilidad en la aplicación de los principios, que no es en absoluto reprobable.
Ha habido deformaciones impuestas por las necesarias correcciones ópticas: el alargamiento de los cuellos en una escultura situada en lo alto implica una desproporción necesaria. Contemplada resulta deforme. Por otro lado los estilos han impuesto desproporciones requeridas por la expresión. Así, la espiritualidad del románico deformó sus figuras en beneficio de la verticalidad. Tal desproporción es «artística».
La ley de sujeción al marco también obliga a la ruptura de las proporciones. Una escultura románica adherida a una columna (estatua-columna) es por fuerza alargada. Otras veces han sido movimientos puramente estéticos, como el Manierismo, los que alteraron las proporciones reduciendo el tamaño de las cabezas y alargando el cuerpo, consiguiendo figuras cuya belleza está fuera de toda duda.
En resumen, puede decirse que proporción y desproporción son constantes de la historia del arte y por tanto de la escultura. Sólo a la luz de lo que cada período intente expresar podrá medirse la oportunidad y acierto de la conducta artística.


Movimiento y reposo son polos de la vida y de la imaginación que se reflejan en el arte. La actitud de reposo en la escultura exige un comportamiento contemplativo por parte del espectador. El reposo es aliado de lo sobrenatural, es una manera de imponer la idea de superioridad. La figura permanece fija, imperturbable, como si estuviera poseída de su dominio. El eco psicológico de esta actitud se percibe en las relaciones humanas: una persona seria e inmóvil parece inaccesible [FIGURA 1].
No resulta extraño, por tanto, que los dioses y faraones egipcios, las estatuas griegas de Palas, el Crucifijo románico, sean efigies herméticas, rígidas, distantes, cuya quietud sobrecoge, ya que con ellas se procura anonadar al espectador. La escultura es aquí un medio para transmitir un ideal religioso o político. La ausencia de movimiento es un factor artístico al servicio de un contenido y no implica incapacidad expresiva para la producción de movimiento. Reverencia, veneración y jerarquía son inseparables de esta quietud escultórica.
Pero el movimiento se abre paso en la escultura de muchas maneras y por diversos motivos. Desde el punto de vista religioso, el movimiento se hace necesario para evocar la fuerza del universo, la energía vital, el principio de la destrucción, la ley del cambio [FIGURA 2]. Si el dios unas veces se manifiesta sereno, otras agita sus brazos en ademán de castigo. El movimiento se justifica por el contenido. Esto mismo puede aplicarse al rey, que domina con firmeza su imperio y castiga sin piedad. Interesa por tanto una escultura en movimiento. Pero ¿cómo lograrlo?
El arte puede reflejar la descomposición del movimiento real en cuanto suma de actitudes fijas. Un procedimiento inverso es el del cine, con la rápida sucesión de fotogramas que produce la ilusión del movimiento. De igual manera, la multiplicación de líneas, con arreglo a un impulso que las proyecta paralelamente, ha servido en las representaciones ecuestres egipcias para que patas y cabezas produzcan la impresión de un raudo galope. En el arte prehistórico una cornamenta duplicada indica el movimiento de la cabeza del animal.
El ritmo ondulado es otra forma para sugerir movimiento. La superficie rizada, los pliegues en las ropas y en el cabello sugieren un movimiento que por lo general es puramente estilístico. Si el reposo exige formas rectas y verticales, el movimiento utiliza lo ondulado. Este movimiento «rítmico» no tiene más justificación que la variedad, el placer estético. Otra cosa es cuando se busca el movimiento para efectos «expresivos».
En la estatuaria griega la representación del movimiento empieza con la ruptura de la ley de frontalidad, que era el firme aliado del sosiego. El movimiento de la figura rompe la verticalidad. La descomposición de fuerzas es un hecho verificable en el desplazamiento humano: cuando una parte se mueve, la otra sostiene; no se puede mover todo a la vez. Es lo que se ha dado en llamar «contrapposto». Una pierna avanza, la otra sostiene el cuerpo, y los brazos hacen lo propio mientras la cabeza mira hacia un lado y se inclina. Lo admirable es la euritmia, la armonía de estos movimientos que los griegos explotaron estéticamente con tanto acierto.
La posición «inestable», otra forma de sugerir movimiento, es hallazgo de los manieristas del siglo XVI. Los pies adheridos al suelo contribuyen a la impresión de quietismo. Levantar la planta de uno de ellos para indicar movimiento fue un recurso muy usado en el arte clásico. Pero los manieristas fueron más lejos: representaron al hombre apoyado en un solo pie, con ritmo de danza. El contraposto apelaba a un equilibrio natural mientras que la actitud manierista necesita de la acrobacia. Este apoyo en un punto obliga a un movimiento que habitualmente es de giro [FIGURA 3]. También pertenece al acervo manierista el movimiento de caída; la figura está adherida a un soporte, pero los pies no descansan, de suerte que la sensación de que se escurre es muy marcada.
El estado de reposo no debe confundirse con el de tensión, ya que en reposo la figura está relajada. Pero puede estar quieta y a la vez tensa. La energía se acumula con evidencia y el espectador tiene la impresión de que el movimiento está a punto de desencadenarse. Es lo que se ha denominado movimiento «en potencia» [FIGURA 4], adscrito, sobre todo, a la obra de Miguel Angel. Moisés está quieto sentado, con las tablas de la Ley en la mano, pero su rostro encendido, las barbas como manojo de serpientes indican que la tempestad, en forma de ira, va a estallar de un momento a otro, el movimiento se adivina. Las épocas clásicas han preferido el movimiento en preparación. El perfil cerrado es la forma adecuada de expresarlo.
Por el contrario, la Grecia helenística y la Europa barroca han manifestado predilección por el movimiento en acto, aunque acelerado. La actitud de marcha aparece también en el Renacimiento. El concepto de movimiento en acto se plica al instante, al episodio fugaz. Se trata de representar episodios dramáticos, que exigen una concentración de dolor y esfuerzo, necesariamente transitorios. Ya da idea de ello el Laoconte, la más masiva concentración de dolor. La historia del retrato ecuestre ejemplifica todo el proceso: el Marco Aurelio a caballo (ver capítulo IV), que antes tuvo un vencido a los pies, rezuma movimiento en potencia, en tanto que es movimiento explícito el Constantino de Bernini, fulgurantemente sorprendido por la aparición celeste, hasta tal punto que el caballo hace una corveta, actitud fugaz, que en equitación es un saludo [FIGURA 5].
Se trata de maneras arquetípicas de representar el movimiento. Pero nadie lo ha hecho con mayor naturalidad y sencillez que Rodin, como lo acredita el grupo de los Burgueses de Calais [FIGURA 6].
En el siglo XX llega a la escultura el movimiento real, que, a decir verdad, ya había aparecido en el siglo XVI con las moda de los «autómatas», figuras accionadas por mecanismos de relojería, sin olvidar las esculturas de los campanarios, que tañen o tocan instrumentos musicales, y las veletas, como el Giraldillo de la famosa torre sevillana.
Los «móviles» de Calder son esculturas que se mueven realmente, a impulsos del agua o el aire, a causa de su inestabilidad [FIGURA 7].
también a propósito del arte moderno se puede hablar de movimiento en acto y en potencia, aunque se trate de obras que lindan con la abstracción. Hay esculturas de Brancusi, de acero pavonado y formas aerodinámicas, que semejan objetos en vuelo a gran velocidad [FIGURA 8] o de Boccioni que aborda la forma-movimiento [FIGURA 9].


El escultor se pregunta cuándo debe dar por concluida su obra. vacila muchas veces y al fin se decide. Decía Picasso, jocosamente, que terminar una obra era «acabar con ella». Seguir o terminar, ésta es la cuestión.
Una pieza concebida para ser contemplada desde cerca, como las de orfebrería, requiere un acabado perfecto de sus formas, sobre todo en los perfiles. Las obras alejadas del espectador no necesitan, naturalmente, un acabado semejante.
Una escultura sigue un proceso de elaboración que es preciso conocer para valorarla juiciosamente. El boceto es por fuerza algo inacabado, pero, desde el punto de vista de su función, es una pieza satisfactoria, que no requiere afinamiento. Hoy se los ha vindicado y suscitan enorme interés. En ellos se ve la huella de la mano, incluso con las impresiones digitales del artista. Son obras terminadas en su proceso; no han requerido el menor afinamiento.
Cada obra tiene su instante terminal, sólo el artista sabe a veces cuál es. Para la crítica siempre fue motivo de reflexión esa «no terminación» de ciertas esculturas de Miguel Angel. Se la justificaba por las crisis, los desmayos del artista. Hoy se sabe que hay una intención más profunda que define toda una concepción del arte, y el «non finito» del maestro constituye una de sus mayores glorias. La verdad es que no se sabe qué impresiona más, si lo acabado o lo no acabado, donde se percibe el esfuerzo de la figura por abrirse paso a través de la materia, materia embrionaria que ya anuncia a un nuevo ser. Hay emoción palpitante; es como el instante de un alumbramiento. También queda la incertidumbre y el misterio, el amor a lo desconocido.
En el repertorio de instrumentos de escultura, el puntero es el que inicia el proceso con el desbastado; luego se utilizan los cinceles. Miguel Angel empleó el cincel dentado, de diferentes cortes y dientes, y a medida que avanzaba, el rayado se hacía más a menudo, se acercaba a la emoción de la piel. Los abrasivos suavizarían luego la superficie, borrando esa huella. Pero Miguel Angel percibió que con la huella del cincel dentado la obra latía, y por ello, en ciertas esculturas detuvo el proceso; continuó alisando ciertas partes, pero dejó en otras la evidencia del desbastado y el cincelado. Hoy nos acercamos a esos fragmentos con veneración. Nos ha ofrecido el singular privilegio de enseñarnos como procedía, aunque no se propusiera darnos una lección de técnica. Para él, la obra quedaba acabada justo en ese momento. Miguel Angel sabía que la figura cobraba con ese inacabado una vida interior más intensa, al paso que valoraba la «textura». Se trata, por consiguiente, no sólo de otra técnica, sino también de otra estética. La Piedad, que se halla en la catedral de Florencia, «inacabada», y por tanto terminada, no es ni siquiera un producto del siglo XVI, habría que ponerla junto a la pintura de Rouault, por la factura abocetada y la fuerza expresiva de las almas [FIGURA 1].
Lo de Miguel Angel no es ni mucho menos excepcional, aunque sí lo más glorioso. Las obras inacabadas menudean, aunque se trata más bien de accidentes, de interrupciones del proceso, generalmente por fallecimiento del autor.
Estas mismas reflexiones pueden aplicarse a las obras que han llegado hasta nosotros incompletas. La manía de las restauraciones, el afán de completar lo que llegó arruinado, ha ocasionado no pocos daños, a veces irreparables. Hay esculturas descabezadas, sin brazos, ni piernas, y la imaginación de los historiadores se empeña en completar la figura. Pero la obra merece todo nuestro respeto, y sólo en aquellos casos de absoluta certidumbre puede reconstruirse una obra. Lo contrario es ilícito: en todo caso, debe evitarse la reconstrucción de un original. La Victoria de Samotracia o la Venus de Nilo deben ser para nosotros obras completas, en manera alguna mutiladas.
Pero no hay duda de que el proceso normal de ejecución se dirige hacia el acabado, que en cada género escultórico es diferente y, por lo general, se encomienda a ayudantes. El refinado se lleva a cabo con materias de grano fino y abundante agua, hasta obtener el pulimento deseado.
FIGURA 2








Nunca se ha afinado tanto la superficie del mármol como durante el período neoclásico, en que el sombreado de las superficies desaparece [FIGURA 2]. También el bronce conoció cuidadosos acabados. Los broncistas alemanes del siglo XVI [FIGURA 3], Benvenuto Cellini y los Leoni se esmeraron hasta el delirio en el afinado del bronce, y sus esculturas son ya pura orfebrería. Después de vaciadas, las trataban con el cincel y limas, añadían labores nuevas a punta de buril y finalizaban con el dorado a fuego, todo lo cual hacía de estas piezas objetos suntuarios.
Estos acabados, propios de «virtuosos» que persiguen la perfección, son en general, pese a sus excesos preciosistas, trabajos muy meritorios. El grupo escultórico de Leone Leoni que representa a Carlos V dominando el furor, es una obra ejemplar, en la que se dan cita una armoniosa composición y una técnica magistral [FIGURA 4].
Como ya hemos dicho, una de las peculiaridades de la escultura es que puede ser apreciada mediante el tacto, sentido que ene proceso de elaboración desempeña un papel importantísimo, sobre todo en el acabado y el moldeado. Si el mismo escultor se sirve del tacto, no puede asombrar que también el contemplador procure hacer los mismo. Los ciegos, a quienes se autoriza a tocar las esculturas en los museos, ponen de relieve las virtudes exploratorias y cognitivas del tacto.
El respeto a la «textura» regula el acabado. La materia no debe ser desnaturalizada. Ciertos materiales, por ejemplo, han de poner en evidencia su rugosidad, como ocurre en la escultura férrica de nuestro tiempo. La incorporación de nuevos materiales exige prudencia y discernimiento en la operación de acabado. La madera, la arenisca, el bronce, el hierro, el granito tienen fronteras propias que, confrontadas con los propósitos creativos del artista, determinarán el momento y la manera en que debe llevarse a cabo dicha operación.



Si la escultura ha de ocupar un sitio predeterminado, el artista, al concebirla, debe tomar en consideración las condiciones lumínicas del mismo.
En las obras que han cambiado de emplazamiento, reproducir la luz que las envolvía constituye una tarea insoslayable, que es un un desafío para la museografía.
Señala Leonardo que una de las diferencias entre pintura y escultura consiste en que la primera posee luz propia, mientras que la luz de la escultura es exterior. Pero es preciso advertir que la escultura posee dos luces: la propia, la que el mismo escultor procura al trabajar los planos del volumen, con sus salientes y entrantes, y la del foco luminoso que la alumbra. Podemos, pues, percibir conjuntamente un foco luminoso, el claroscuro de la escultura y las sombras que emiten los volúmenes más allá de la figura.
La luz es un factor de tanta importancia que cualquier cambio de su incidencia altera el concepto formal. Una escultura puede parecer más o menos estática, de mayor o menor resalto, conforme varíe la luz que recibe. La articulación de las superficies es evidentemente un problema formal, pero incluye entre sus factores a la luz. Un pliegue no sólo es una forma, sino al mismo tiempo una dialéctica de luz y sombra. Hay esculturas que dramatizan con los salientes gracias al diálogo o al enfrentamiento de la luz y la sombra. También se pueden establecer delicadas transiciones, que tienen mucho de pictóricas. Bernini sostenía que se puede ofrecer color sin pigmentos. ¿Cómo lograr el tono azulado de las comisuras del ojo en una escultura de mármol? Mediante un suave tratamiento de la superficie escultórica. Él logró la maravilla de convertir la forma en color. El problema del claroscuro, en matizaciones delicadas, nos lleva al problema de las variaciones tonales o «valores», común a la pintura y la escultura.
Ahora bien, procede saber si siempre el escultor ha estudiado la escultura en función del emplazamiento o si, por el contrario, ha trabajado a veces sin tomar en consideración esa circunstancia. Las dos respuestas son válidas, pues en la historia se observan ambas conductas. La oposición románico-gótica ofrece una muestra. Las esculturas románicas responden a un concepto lineal, de perfiles nítidos, sombras levísimas y superficies redondeadas y planas de rotunda luminosidad [FIGURA 1]. La escultura gótica, en cambio, valora el claroscuro, potencia los salientes que escapan del plano y arrojan grandes sombras. Similar es la oposición entre el Renacimiento y el Barroco. Las esculturas del siglo XVI se encierran en recuadros y hornacinas y ofrecen un perfil continuo. Las esculturas barrocas sobresalen de las hornacinas, se encaraman airosas a los remates de los edificios y se apoderan del espacio con el vigoroso movimiento de los amplios ropajes. Esto demuestra que el escultor barroco trabajaba con plena conciencia del emplazamiento que tendría su obra.
El escultor trabaja en el taller, pero sabe que su escultura va hacia otro emplazamiento. Reproducir en el taller la luz que va a recibir la obra en su emplazamiento definitivo constituye una prudente medida. Por eso suelen tener los talleres un lucernario elevado, por el que entra oblicuamente la luz. Una luz que proceda del suelo carece de sentido, aunque se justifica en casos especiales, como el del relieve que contorneaba el corredor del Partenón. Pero la luz es horizontal o más bien alta.
La escultura, en exteriores, está expuesta a una radiación difusa que quita prominencia a perfiles, pliegues y elementos salientes. El escultor sale al paso de esta circunstancia dotando a la obra de mayores salientes. Miguel Ángel remataba las cabezas con el cabello en voladizo sobre la frente, que reforzaba la corporeidad del volumen, de la misma manera como se acentúa la plasticidad de un edificio mediante la cornisa. Los egipcios valoraron el perfil de las figuras con una línea de contorno rehundida.
FIGURA 2







FIGURA 3




Con relación a la escultura de interior es evidente que se ha previsto la existencia de fuentes luminosas muy precisas. Nadie más experto que Bernini para aprovecharlas. La luz dentro de un recinto es manejada a voluntad. Bernini utilizó la luz de ventanas laterales, generalmente ocultas, para derramar un haz sobre esculturas provistas de grandes salientes. La luz ejerce en su obra un potente protagonismo. Basta con recordar los contrastes generados por la iluminación lateral en esculturas como Constantino, el Éxtasis de Santa Teresa y La beata Ludovica Albertoni [FIGURA 2], principales responsables de su potente expresividad. Pero justo es decir que se trata de casos excepcionales en lo que concierne al uso deliberado de la luz en un interior. Los escultores generalmente han procurado que las piezas se puedan ver con comodidad.
Esto quiere decir que su objetivo esencial, junto con la plasticidad, es la visibilidad. A esto tiende la escultura policromada con los distintos tonos de la carne y las telas. Pero nada refuerza la visibilidad como el empleo del oro. Sin perjuicio de que el dorado otorgue un carácter trascendental a la figuras al relacionarlas con el mundo divino, la reflexión de la luz en su brillante superficie es una manera de definir el diseño [FIGURA 3]. A ello apunta igualmente el uso de materiales brillantes, como los mármoles pulidos. En el exterior sucede lo contrario, pues las formas oscuras se perciben con mayor nitidez. En una estatua de bronce se puede apreciar su perfil a gran distancia, lo cual explica la importancia que los broncistas otorgan a este elemento en sus creaciones.



La figura humana normalmente está cubierta con vestidos que corresponden a modas históricas y permiten explotar un elemento de gran plasticidad: los pliegues. El estudio del vestido en la escultura está vinculado con las necesidades estilísticas de cada época. La ropa acentúa o debilita la imagen, se identifica o se independiza de ella. Los pliegues tienen por otro lado mucho que ver con el programa lumínico, ya que en ellos se concentran los salientes principales.
El vestido puede ser histórico o convencional, es decir, una creación estilística, y constituye también un meditado artificio para mantener el equilibrio de la figura. El vaso de los perfumes y la túnica son el soporte de las Venus de la Antigüedad. En muchas esculturas barrocas, el cortinaje sujeta las figuras, y en el relieve son usuales los fondos de tela.
El vestido puede ocultar o manifestar el cuerpo [FIGURA 1]. La estatutaria del siglo XV crea un tumulto de telas para dinamizar la figura. Se usan en estos casos grandes masas de pocos pliegues, con fuerte claroscuro, y vestido y personajes mantienen su autonomía. Producen una sensación de gran peso, como ropa de abrigo que cubre todo el cuerpo. El escultor se concentra en la cabeza y las manos: lo demás es confiado al vestuario.
Pero cuando, por el contrario, lo que interesa es la figura humana, todo vestido que se aplique habrá de transparentar las formas. De ahí que se haya acudido a los llamados paños mojados, en que vestido y cuerpo se identifican. La tela es fina y ligera, expresión de levedad, los pliegues son lineales, meras incisiones, estilizados. Hay transparencias totales, como en muchas representaciones de Buda, y semitransparencias, que revelan solamente algunas partes del cuerpo, como en las esculturas de Fidias.
Los vestidos convencionales son pura estilización que envuelve el cuerpo con un grafismo de pliegues en líneas paralelas, concéntricas, onduladas o en zigzag, que en nada se asemejan al movimiento real. La estatutaria griega arcaica y la románica se han servido de estas disposiciones, cuya función es decorativa y confiere especial dignidad a la figura. Es una manera de separarse de la realidad cotidiana.
Los pliegues también obedecen a los planteamientos arquitectónicos a que está sometida la figura. La estatua griega está vinculada al edificio, y por eso ciertas figuras se cubren con pliegues que corresponden a las acanaladuras de las columnas. Esto es bien visible en la Hera de Samos y en el Auriga de Delfos. La ley de adaptación al marco es por tanto una exigencia impuesta por la arquitectura.
En el arte barroco, en cambio, la escultura se independiza. Las figuras presentan ropajes agitados por el viento, paños que se mueven hacia los lados, ondulándose como una bandera. Se trata del paño «volante», de las formas «que vuelan», típicas del Barroco [FIGURA 2].
Las telas y los pliegues son por tanto susceptibles de ser clasificados por estilos. Los pliegues se distinguen por su forma, tamaño y profundidad y son el elemento más significativo en el estudio «formal» de la escultura. Cada época y cada maestro tienen sus pliegues característicos: los ondulantes y cortantes de Bernini son inconfundibles, igual que los angulosos y quebrados de Gregorio Fernández. El estilo románico se puede analizar según escuelas de pliegues.


Hay tres referencias al tiempo en la escultura. La primera remite al período de ejecución de la obra. La comparación con otras artes y sobre todo con la pintura surge de inmediato. Sin entrar en el problema de la calidad, de ordinario se requiere más tiempo para esculpir que para pintar. Influye mucho en ello la fase preparatoria. Los grandes maestros incluso han acudido a las canteras para escoger sus bloques. El desbastado de esos pesados bloques, que en el estudio se mueven con dificultad, es operación fatigosa y lenta.
Hay otra connotación temporal: la duración. En la polémica entre pintores y escultores, éstos aducían que la escultura es más duradera, lo cual es cierto si se piensa en el mármol y el bronce. Pude sostenerse que las estatuas egipcias presentan hoy casi el mismo aspecto que tenían recién acabadas, cosa que no puede decirse de su pintura.
Pero hay una referencia que especialmente interesa aquí: la dimensión temporal sugerida por la misma obra, contenido puramente artístico que puede ir de lo eterno e inmutable a lo efímero e instantáneo y que afecta al contemplador. Una obra de arte no existe por sí misma; no es concebible su narcisismo. El destinatario está alrededor.
La Esfinge de Gizéh sigue mirando con sus ojos petrificados el nacimiento del sol, inmóvil y sabedora de los arcanos divinos. Así, eternas, se muestran también las estatuas de los dioses y faraones del antiguo Egipto.
El tiempo de los griegos también se expresó al principio como eterno, pero poco a poco el desarrollo de la civilización impuso un tipo de vida más cercano a lo práctico; con el consiguiente sentimiento de la caducidad y lo transitorio que testimonió la escultura. De la intemporalidad de los kuroi arcaicos —monumentos al heroísmo— se fue accediendo al análisis de los ejercicios físicos y a actitudes que reflejan la transitoriedad despaciosa, tan característica de la estatutaria clásica. Esa Atenea pensativa del Museo de la Acrópolis de Atenas representa una larga meditación. El Discóbolo de Mirón es menos dinámico de lo que pudiera parecer, y algunos han censurado su inmovilismo, propio de un relieve. Lo cierto es que allí se representa el lento proceso de concentración de un atleta. Se trata de un transcurrir lento, que es el tiempo del clasicismo. Las esculturas definen acciones en su despacioso discurrir.
Aparece después una temporalidad fugaz en los gestos naturalistas del siglo IV, como la sonrisa, y un tiempo concentrado en el período helenístico. Se procura decir todo a la vez, como en el Laoconte [FIGURA 1]. El relato de Virgilio está lleno de pormenores heroicos y trágicos; surgen del mar las serpientes, entran en Troya y se enroscan en los cuerpos de Laoconte y sus hijos. Pero el escultor lo refiere todo de golpe, en un instante. En el grupo está el dolor físico, el moral y el psicológico, es de tal intensidad que el espectador no puede soportar que el sacrificio se prolongue.
Esta experiencia del tiempo es una constante de la escultura. El San Jorge de Donatello (Florencia, Museo del Barguello), firme e inmutable, apoyado en los pies y el escudo, mirando de frente, decidido, representa un reto a la eternidad, un canto a la juventud. Miguel Angel nos sumerge en la meditación de Lorenzo de Médicis y acorta el tiempo en el Moisés, cuyo rostro se enciende, se expanden los músculos, la figura parece estar a punto de incorporarse y romper las tablas.
Bernini es ya el tiempo breve. Las apariciones que describe (Santa Teresa, Constantino) se producen súbitamente e intenta, además, expresar el cambio de naturaleza: en el grupo Apolo y Dafne, apenas el dios pone los dedos en el cuerpo de su perseguida, ésta comienza a transformarse en un laurel. Es la menor fracción de tiempo expresada por la escultura [FIGURA 2].



«Expresar» es el objetivo del arte. Pero el repertorio que se ofrece es ilimitado, de lo más próximo a la realidad a lo más distante. Esto es así ya desde la prehistoria. Realismo y abstracción se alternan constantemente en la evolución artística y cualquiera que sea la postura que se adopte, ello no es decisivo, pues lo que cuenta es el potencial inventivo.
Tomar la realidad por modelo ha sido actitud habitual del artista y la suprema realidad para un escultor es el cuerpo humano. El estudio de éste se profundizó durante el Renacimiento con la disección de cadáveres. En el siglo XIX estaba muy extendido el procedimiento del vaciado, que obtenía previamente un molde sumergiendo el cuerpo en una masa blanda que se iba endureciendo lentamente. La difusión de esta práctica indujo a dudar de la legitimidad creativa de aquellos escultores que sin utilizarla conseguían resultados de gran verosimilitud. Rodin fue objeto de injustos ataques por este motivo, a pesar de que nunca utilizó este procedimiento. El estudio del cuerpo humano, sujeto esencial en la obra escultórica, presenta diversas facetas. La primera es la puramente anatómica. Así, en el renacimiento los libros de anatomía se convierten en obras de continua consulta para los escultores. Destacan las obras de Vesalio y del español Juan Valverde de Amusco. Pero la anatomía remite a un funcionamiento, a la fisiología. El cuerpo humano es una máquina cuyo funcionamiento el escultor debe conocer. Leonardo da Vinci sintió un gran interés por la mecánica corporal, hecho que ha quedado reflejado en sus observaciones y, sobre todo, en sus diseños.
Anatomía y fisiología, por tanto, son ramas del saber que influyen en el método de trabajo de los escultores. Pero hay que ser prudentes a la hora de juzgar al escultor. Cuando sigue a la naturaleza, justo es juzgarle en razón de este objetivo. En épocas en que predomina el naturalismo, la verisimilitud anatómica y dinámica se impone. El período helenístico y el siglo XVII dieron pruebas de tales intenciones. Pero piénsese que también el artista puede utilizar el cuerpo humano sólo como referencia, sin importarle la verosimilitud. El gótico del siglo XV ha deparado unas creaciones en que ni el movimiento ni las inserciones musculares tienen nada que ver con la realidad. Lo cual significa que hay que adoptar otros criterios para estimar este arte. Es una imagen deliberadamente arbitraria, deforme, pero que halla su justificación en otra dimensión del arte: la imaginación creadora.
La figura no solamente tiene una realidad física, con su presencia anatómica y sus movimientos, sino también moral. El ser humano es comunicativo y se expresa con palabras y actitudes. Lo subraya Leonardo, cuando dice que nada hay tan importante para el artista como «la adecuación del movimiento a las circunstancias mentales, como el deseo, la cólera, el dolor». Los movimientos y las actitudes tienen que estar en correspondencia con los acontecimientos del alma. El «carácter» tiene que apreciarse en las actitudes, los gestos, la mímica. Una escultura que quiera representar la tristeza resultará tan noble como otra en que se exalta la alegría, ya que no es el sentimiento lo que le confiere valor, sino el modo de expresarlo, la adecuación de las formas al contenido.
Cada edad, cada sexo, cada personaje del cuerpo social tiene que acreditar su circunstancia. No solamente hay una presencia física, sino también la revelación de una condición espiritual. Los gestos del niño en nada se corresponden con los del adulto; ni los del hombre con los de la mujer. Lo mismo ocurre con las actitudes en cuanto indicadoras de una posición social. La estatuaria romana dice bien a las claras cuándo estamos en presencia de un magistrado, un emperador o un dios. Por ello Cristo no puede adoptar actitudes vulgares.
El símbolo coadyuda a la caracterización, añade lo que la expresión no está en condiciones de evidenciar. Pero así como la expresión es interna, el símbolo permanece fuera de la figura, como atributo, pero puede entablar diálogo con ella e incorporarse a la caracterización. El carácter guerrero de San Miguel se indica añadiendo la figura rebelde del demonio. La contraposición de actitudes entre uno y otro esclarecerá el verdadero sentido del contenido.

CABEZA DE SAN PABLO





MINERA DE PUERTOLLANO





MAGDALENA






PAREJA DE ARTESANOS






DAFNE





El rostro es la región primordial en la caracterización, pero es sumamente complejo, hasta el extremo de que se han establecido repertorios o códigos de la expresión facial. Los labios y la boca han servido especialmente para expresar estados de angustia. La boca entreabierta ya fue utilizada por Scopas para obtener su phatos trágico. No menos útiles para ello son los ojos, cuya expresividad cobra más fuerza y precisión cuando llevan el iris y la pupila, figurados con el auxilio de la pintura o, como en la estatuaria romana, mediante incisiones. El ojo rebasa la mera descripción anatómica en la expresividad de la mirada.
La cabeza puede representarse vertical o inclinada, los ojos pueden mirar hacia distintas partes. En las escenas patéticas es aconsejable la cabeza inclinada y la mirada alta. No deben descuidarse las cejas ni el entrecejo. En las expresiones de risa y asombro la posición de las cejas es fundamental, y en los instantes de tensión el entrecejo se arruga. No menos importante es el cabello, que en las escenas de movimiento ondea. Es elemento básico, junto con la indumentaria, en la caracterización social, y también puede servir para las expresiones del espíritu: los cabellos erizados o inflamados, como los de Satanás, ayudan en las representaciones de terror.
Las manos y el rostro son los principales vehículos para la expresión del carácter, como bien lo saben los actores. Cuando una figura aparece envuelta en paños, el espectador busca ávidamente el rostro y las manos. Con mucha frecuencia la intervención expresiva se confía a una sola mano. En muchas figuras de santos la mano reposa sobre el pecho, indicando voluntad, entrega, disposición al sacrificio. Su papel en la estatuaria funeraria francesa es de ofrecimiento.
Los estudios de expresión ofrecen en el arte barroco un rico repertorio. El tema de los Novísimos es un buen ejemplo: muerte, juicio, infierno y gloria se expresan a través de cuatro figuras, que pregonan con gestos intensos su contenido.

El realismo debe entenderse siempre como una tendencia, no como resultado imitativo. Los actuales museos de cera son buena muestra de un realismo imitativo, con el auxilio de todos los procedimientos técnicos, donde la creación artística apenas existe. Hay mera pretensión verista, aunque, por mucho que se esfuercen, estos escultores nunca llegan a ser del todo veraces, omiten músculos o los insertan indebidamente. Un escultor no es un anatomista. Todo realismo es forzosamente una simplificación. Los límites entre el realismo y el idealismo son imprecisos. La idealización supone una elección; se escogen determinados elementos y se los depura, hasta lograr un carácter arquetípico. Es lo que acontece en una escultura egipcia, en la que se eliminan las arrugas del rostro y el sacro lacrimal y se da prominencia a los ojos para obtener una mirada que asombra por su profundidad. Este proceso de elección y exageración se aprecia en la caricatura, que sólo escoge lo característico y lo hiperboliza. Una neutralización resultaría poco convincente. Por eso una caricatura es más útil que un retrato para percibir diferencias.
En la idealización participan también elementos estilizados, formas convencionales, especialmente localizadas en el vestido y el cabello. Los elementos reales e ideales siempre aparecen algo mezclados. La cabeza de una estatua suele ser más real (o menos ideal) que las actitudes, como es típico en la estatuaria romana. La identidad del rostro es requerida por el culto a la personalidad. Los gestos manifiestan la pertenencia a un estamento social y el elemento estilizado se refugia en el vestido. Nadie diría que los pliegues de una toga responden a la realidad, son una pura convención.
La abstracción indica una radical separación de la realidad. El asociacionismo de las formas puede guardar alguna relación con la naturaleza, pero el vínculo es puramente subjetivo. Con esto llegamos a la gran empresa de nuestro tiempo, en que hacen crisis la anatomía y la expresión anímica. Nos hallamos ante una experiencia que cuestiona los límites tradicionales que han definido los campos de la escultura y de la pintura. El escultor utiliza la chapa, el alambre, el movimiento de la máquina y la luminotecnia, y el pintor adhiere papeles, tierra, tablas y todo género de objetos: la textura del escultor también la busca el pintor.



El estudio de las formas que intervienen en la obra de arte ha llegado a clasificaciones y tipologías que permiten definir los estilos, sobre todo en el tratamiento de la figura humana. La primera noción formal es la del perfil. En la cabeza radican muchos elementos: la masa de cabellos, en cuya disposición hay ecos de la moda; los ojos, con toda su variedad (desde redondos a ovalados, prominentes o deprimidos, con sacro lacrimal e iris o sin ellos, etc.); la nariz, y muy señaladamente los labios y la boca, sede fundamental de la expresión.
Tórax y abdomen tienen regiones características los pectorales y el pubis. La manera de separarse unas zonas de otras, las arrugas, los pliegues de grasa de la cintura, constituyen un variado elenco en la estatuaria helénica. La rodilla es otro de los puntos esenciales donde los estilos dejan su personalidad, sin duda porque es un punto de flexión muy importante para las actitudes del cuerpo. Y por supuesto el pie, con todas sus posiciones. En cuanto al vestido ya hemos señalado su importancia, tanto por la configuración general de la prendas, como por la forma y disposición de los pliegues.
Todo esto atañe principalmente al arte del pasado, pero puede extenderse al actual. A pesar de la desbordada imaginación del arte abstracto, no es difícil una clasificación de determinadas facetas. Las líneas de fuerza constituyen elemento básico para codificar las formas.


La escultura es una realidad plástica que posee a la vez un contenido mental. Una gran parte de las esculturas de nuestra época es expresión del poder puramente imaginativo del artista del «arte por el arte». Pero en la perspectiva histórica lo habitual es que la escultura nazca de un encargo, de una persona o entidad, y con la intención de incidir ideológicamente sobre el público con un tema determinado. Conocer los temas de las obras contribuye necesariamente a esclarecer la esencia de la escultura. Lo cual quiere decir que si valiéndose de principios generales como los ya expuestos, el público está en condiciones de hacer una apreciación global de la escultura, no lo está, en cambio, para alcanzar los valores últimos que encarna.
Un tema es un condicionante que se ofrece al escultor, y del que se desprende un «contenido» (simbólico, psicológico, ideológico). Las formas que emplee tienen que responder a estas exigencias. Tema, contenido y forma establecen una secuencia en la concepción y realización de la escultura.
El estudio del tema y su significado, que afecta naturalmente a todas las artes «figurativas» y por ende a la escultura, ha dado origen a una nutrida bibliografía. Iconografía e iconología constituyen las ramas de este saber que, desarrollado sobre todo en el Instituto Warburg de Londres, a impulsos de Erwin Panofsky, representa una gran aportación al conocimiento de las artes figurativas.
La iconografía tiene por misión estudiar el repertorio de figuraciones típicas y sus significados. La historia de los «asuntos» es fundamental, ya que no se puede llegar al «significado» si primero no se los identifica. Los temas están muy diversificados, pero se pueden clasificar en dos grandes grupos: religioso y civil. Todas las religiones han motivado un gran desarrollo de la escultura, aunque ninguna haya sido tan fecunda como la cristiana. El Antiguo y el Nuevo Testamento están colmados de episodios que se han convertido en temas de los artistas. La imagen puede ser objeto de culto, motivo de adoración, o constituir un elemento referencial, descriptivo, para favorecer la devoción. Hay imágenes pintadas y esculpidas, y para estas últimas se ha preferido la representación en busto completo.
La mitología fue en Grecia y en Roma una religión, pero a partir de la Edad Media no es más que imagen artística. Los dioses intervienen en escenas de recreación o también para expresar la idea de poder. En el campo civil, la escultura ha servido a propósitos que van de los político a lo recreativo. Roma diseminó esculturas y relieves con la imagen del gobernante, garantía de eficacia y orgullo del imperio. Fue un arte al servicio de la política. Con el Renacimiento, la escultura, como manifestación de poder, se propagó también a calles y jardines. Mientras el retrato ecuestre dignificaba a las monarquías, las fuentes decorativas de los parques italianos y franceses incitaban al contemplador a huir hacia lo imaginario.
La iconografía necesita interpretar las actitudes de un personaje y averiguar el significado de los atributos que ostenta o le rodean y su manera de exhibirlos (espada, libro, cetro, animales, etc.). Todo esto, lo mismo que el ropaje, permite identificar al personaje.
El significado simbólico supone ya un aditivo convencional, que refuerza el valor de la imagen. El arte se convierte en un medio de comunicación cifrado, del que es preciso conocer la «clave». Éste es ya el objetivo de la «iconología». Si el iconógrafo identifica, el iconólgo desentraña. Es un plano más profundo, en el que intervienen muchos elementos, literarios, políticos, religiosos y hasta imaginativos. Es el dominio de lo asociativo, ya que es preciso seguir una complicada trama argumental para obtener resultados convincentes; y para ello el historiador debe disponer de un gran bagaje cultural. La iconología apunta al significado, es por tanto un estudio «semántico».
Una escultura de Buda constituye una realidad plástica muy bien lograda, pero sólo comprenderemos su admirable calma conociendo el contenido ideológico que encierra. Muchas veces el significado surge del conjunto, de la asociación que presentan las obras. En una catedral gótica hay esculturas en jambas y tímpanos de las puertas y en las torres. Hoy sabemos que han sido distribuidas según un «programa» en el que cada parte tiene su misión. El hecho de que aparezcan esculturas de reyes en el templo deriva de la condición de mecenas que tenían. El mecenazgo, de dignidades eclesiásticas y laicas, se traduce en una invasión escultórica del templo. Y cada catedral posee su sentido. En la de Amiens menudean los profetas porque se ha conferido a este templo la misión de anunciar el mensaje. La catedral de Reims, por el contrario, ofrece muchas esculturas de reyes; no en balde fue escogida por la realeza francesa como lugar de exaltación de la monarquía. Hay una organización semántica que vincula las partes del templo. En la catedral románica de Santiago de Compostela, la portada del norte, la del sur (Platerías) y la de poniente (Pórtico de la Gloria) configuran una unidad narrativa y simbólica.
Esta función política y religiosa del arte está presente en la escultura de todos los tiempos. En San Marcos de León se exalta la monarquía española, haciéndola arrancar de Hércules, y en la fachada de la Universidad de Valladolid aparecen las efigies de los reyes que la protegieron, pero también las estatuas representativas de las disciplinas que se enseñaban. Las plazas y jardines de Viena ostentan estatuas de los emperadores y músicos que la llenaron de gloria.
Una total fusión de temas religiosos, mitológicos y de otra índole se advierte en el Palacio de Versalles, donde se rinde admiración al rey, se exalta a Francia y se invita al visitante a deleitarse. Es preciso llevar un libro para reconocer las representaciones y desentrañar tantos significados. Iconografía e iconología tienen allí un vastísimo campo de aplicación.


Gracias por llevar a cabo la primera parte de esta clase de esucltura , adios